viernes, 23 de diciembre de 2016

Esos besos que te doy: el azar entre risas y parolas.

Este libro no entra en la definición que he hecho en este blog de "ganga literaria". Pero lo leí y escribí la reseña (que nadie más quiso publicar, lo admito), así que acá va.

Título: Esos besos que te doy
Editorial: Sílaba editores.
Páginas: 407
Precio: $38.000
Librería: Nacional on-line con 20% de descuento.






I
Uno olvida que la literatura es una lucha contra el azar y el caos. Un esfuerzo por darle sentido y orden a algo que no lo tiene, y que incluso puede llegar a traspasar lo meramente escrito. Pero hay libros como Esos besos que te doy, del escritor Esteban Carlos Mejía, que vienen a recordárnoslo. Me ocurrió en sus páginas, mientras leía la muy bien contada concatenación de casualidades que componen su historia, y fuera de ellas, al recordar cómo llegué a él. Porque leer a un autor nuevo, al menos en mi caso, implica una alta cantidad de improbabilidades que se van eliminando, sin saber muy bien por qué ni cómo (1)
                Sabía de Esteban Carlos Mejía desde los tiempos en que aún leía el periódico, por su columna en El espectador, una insoslayable mezcla de literatura y antiuribismo. Sabía que era paisa, un paisa antiuribista, vea usted, casi un oxímoron. Pero dejé de leerlo una vez se terminó la suscripción. Pasaron los años. De un momento a otro, empecé a usar con juicio una cuenta de twitter que había abierto desde un lejanísimo 2009. Un día, alguien retwitteó a Mejía y su tweet llegó a mi pantalla. Lo seguí de inmediato porque sabía quién era y él me devolvió el gesto sin saber quién era yo. Es lo que ocurre a veces en twitter. Pero entonces, a medida que pasaban las semanas, me di cuenta de Mejía retwitteaba casi todo lo que yo escribía. Hay mucha gente que hace eso, pero me fijaba en él más que en los demás porque yo lo había escogido, porque sabía que era escritor y en algún tiempo había disfrutados sus columnas. Entonces pasé del interés a sentirme en deuda con él. Y pensé que la única forma en que podía pagarle sería leyéndolo. ¿Cómo más se le agradece a un escritor?
                El problema es que no solo soy un aspirante a escritor tardío, sino un lector quedado. Ahora que he arreglado mi vida para dedicarme la mayor parte del tiempo a escribir, intento al mismo tiempo ponerme al día en mis lecturas atrasadas por años, sabiendo que solo podré leer cuarenta o cincuenta títulos al año de los miles que quisiera haber leído. Este hecho me pone las cosas muy difíciles a la hora de escoger el siguiente libro a comprar (2). Es un verdadero dilema con múltiples variables en juego. Como regla general, solo leo libros de autores que ya conozco y me interesan y que creo que me van a servir en mi labor de escribir, más que otros. Es una regla que prácticamente excluye a los autores nuevos. A ellos solo llego por recomendación muy específica de algún amigo en cuyo criterio confíe o porque han sido recomendados por otros escritores que me interesan. Con Mejía no se daba ninguna de estas condiciones. Era solo una deuda que sentía en mí porque el tipo me retwitteaba. Entonces pensé que podría vivir con esa culpa hasta que se diera una oportunidad. Pero me engañaba.
                Un día, cansado de esta situación, me animé y le pregunté si su último libro se conseguía en Bogotá. Me dio el nombre de dos librerías. Entré a la página de la primera. Lo vi. Costaba $48.000. El precio de los libros es otra de las variables que hacen de mi proceso de escogencia de libros a leer algo muy complicado. Porque, gracias a que ahora llevo una vida de escritor (inédito, para más señas), mis recursos son limitados y $48.000 es un precio que solo estoy dispuesto a pagar por uno de mis autores favoritos. Desanimado, descarté la idea de leerlo hasta encontrar un precio más favorable. Eso sucedió muy poco tiempo después, en el Black Friday que murió Fidel. El libro estaba en la página de la otra librería donde lo vendían, con un 20% de descuento. $38.400 seguía siendo un precio alto, pero me dije ahora o nunca.
                Cuando el libro llegó, a los dos días, me llevé una sorpresa poco agradable: en la solapa decía que era la segunda parte de una trilogía llamada “De espaldas a Medellín”. Y, para rematar, que se trataba de un libro “donde se rastreaban misterios y corazonadas que quedaron pendientes en I love you putamente”, la primera parte (que no se consigue). De haber tenido el libro en mis manos en un almacén y haber leído esta información, no lo habría comprado (3). Pero el azar siguió jugando sus cartas: como lo había adquirido on line, no podía devolverlo. Tenía que leerlo. Y en esas me puse.

II
Los besos que te doy recuerda esa lucha contra el azar de la que hablé antes, porque se trata de una bien construida relación de casualidades. Cuenta la historia de Víctor Yugo, lector empedernido, publicista dueño de su propia agencia de publicidad, Cususmbos Solos, enamoradizo y arrecho (en el sentido que se le da a esa palabra en todos los lugares diferentes a Norte de Santander), y con muy buena suerte: se come a sus dos socias, las hermanas Bahamón, Lucía y Juliana; a Conoslata Amariles, con quien cree estar listo para practicar la monogamia (que es la forma del narrador de decir que está enamorado); y a Alabama Faulkner, seudónimo de Martha Catalina Santos, la modelo más sexy de Colombia, editora de The Flood, revista de música que le hace competencia a Rolling Stone. A Alabama la conoce en la fiesta de cumpleaños de su gran amigo Toñalzate, contrabandista homosexual a quien, también por casualidad, conoce en un evento del Maese di Lukauskis, gurú de la Transubstanciación Holística.
                Víctor Yugo recibe de Juan Esteban Téllez Anzoátegui, Juanete Anzoátegui, un hombre casi en la indigencia, un libro titulado Los misiles de Cock Hut o las mercedes de Dios. Obra inconclusa., escrito por él mismo, en un restaurante atestado de gente, cuando se ve obligado a compartir la mesa con este personaje al que nadie quiere acercarse. El libro es un mamotreto de 400 o 500 páginas, al que con solo darle una mirada el narrador califica como “la mescolansa más triplehijueputa”. A pesar de este concepto, Víctor lo lee obsesivamente, tal vez porque va encontrando en él coincidencias asombrosas con su propia vida. (4)
                Por ejemplo, cuando Juanete entabla una pelea con Tolstoi, narra una escena de un personaje secundario de Anna Karenina que coincide con la visión que tuvo Conoslata en una regresión que le hicieron cuando pequeña. O en la historia de un trío que viaja por el golfo de Morrosquillo junto a la mamá y la viuda de un tal Yimmigarcía, boxeador que cayó en desgracia y murió a manos de un oso de mentiras en un circo. Porque Jimmy García es también un personaje de la realidad real, como diría Vargas Llosa, que murió en el ring defendiendo el título mundial y al que Bajo Tierra, un grupo de rock paisa, que también le encanta a una de las hermanas Bahamón para tirar con Víctor, le ha compuesto una canción que Alabama Faulkner estudia con obsesión, hasta el punto que decide salir en búsqueda del malogrado deportista, junto con Víctor, en un delicioso recorrido sexual por las sabanas de Quilitén.
                La novela está llena de referencias literarias, directas y sutiles, pero sin ninguna pretensión de erudición (5). Incluso, el narrador se refiere a sí mismo como un lector de literatura de albañal, y con esto justifica el uso de un lenguaje que es a la vez oral y literario y que recuerda a Fernando Vallejo, aunque solo en la forma, porque el tono no tiene el desencanto del autor de El desbarrancadero. Este es un rasgo distintivo de la obra. Mejía parece apropiarse de elementos formales de varios autores al despojarlos de su tono serio, tremendista, trascendental y poniéndolos al servicio de un narrador que es todo lo contrario. Ahí está la idea de un libro dentro de otro, tan borgiana, pero sin la tremenda carga metafísica del argentino, sino como una herramienta narrativa para crear un juego literario con la mentada Transubstanciación Holística. O el viaje por las sabanas de Quilitén junto a Alabama Faulkner en busca de Jimmy García, esa idea, la de ir a buscar a un perdedor, tan Bolañesca, y que es a la vez una versión trastocada del viaje al final de Lolita, de Nabokov, pues el narrador de Mejía está en las antípodas de la locura progresiva de un Humbert Humbert atormentado por la culpa. Y como cada lector reescribe la obra mientras la lee, seguro que en este ejercicio azaroso cada uno encontrará muchos más de estos ejemplos para su disfrute.
                Porque el mayor acierto de Mejía es haber logrado una obra que divierte, algo muy difícil de encontrar en la literatura colombiana, siempre tan trascendental, tan para leer con el ceño fruncido. En Esos besos que te doy uno se la pasa de risa en risa y de erección en erección (parolas, diría el narrador), lo cual no puede sino agradecerse. Algunos de los apartes de Los misiles… insertos en la novela son hilarantes. Los diálogos son fluidos, inteligentes, impredecibles. El buen humor recorre todas sus páginas, incluso en los momentos menos felices. Y no es que no haya reflexiones. Hay muchas, especialmente sobre el amor y el rebusque. Y están las historias de algunos personajes que tienen que ver con abusos, con la guerra y el dolor. Pero nunca se sobreponen al desparpajo del narrador, a su visión del mundo, tan del rebuscador, que es la de seguir adelante a pesar de todo. Seguir viviendo, seguir tirando y tomar de la vida lo que tenga para ofrecer, así sea en medio de la barbarie, o por eso mismo. Tal vez sea por esto que la trilogía de la cual este libro es el cierre se llama De espaldas a Medellín, una declaración del autor en el sentido de que hay que dejar de prestarle atención, así sea por un momento, a la truculencia de nuestra realidad que, entre otras cosas, ha sido y seguirá siendo tan explotada en nuestra literatura.
  1. En los siguientes cuatro párrafos me propongo narrar cómo llegué a este libro. Puede saltárselos para ir directamente a la reseña.
  2. No puedo leer en bibliotecas. Me deprime. Está bien, me puedo llevar el libro a la casa una semana. Lo que pasa es que si me gusta mucho me arrepiento de no haberlo comprado. Pero como ya lo leí, me parece un gasto excesivo comprarlo para dejarlo en la biblioteca.
  3. Las editoriales deberían pensar en realidad qué tan bueno es para el negocio empeñarse en poner que su libro hace parte de una trilogía apenas acaba de salir al mercado, al menos en un caso como este, donde el libro funciona perfectamente por sí solo.
  4. La única queja que tengo de la cuidada edición de este libro es que se hubiera tomado la decisión de poner los insertos de Los misiles de Cock Hut o las mercedes de Dios. Obra inconclusa en cursiva. La cursiva está bien para una o dos palabras. Incluso para una línea completa. Un párrafo ya es molesto. Pero decenas y decenas de páginas realmente dificultan la lectura.
  5. Es muy refrescante leer a un autor que escribe en colombiano, hablando de los autores que a uno le gusta leer. También, el hecho de que se mencionen otros autores colombianos, así sea para hablar bien de ellos. Es algo de lo cual adolece nuestra literatura.


miércoles, 30 de noviembre de 2016

Bolívar no es como lo pintan.

Titulo del libro: La carroza de Bolívar
Género: Novela
Editorial: Tusquets
Páginas: 389
Dónde conseguirla: Librería Acuario, calle 18 # 6 - 40, Bogotá.
Precio: $20.000 (EUR: 6,13)  

          

Estoy convencido de que la historia colombiana oficial está llena de mentiras. Pero no sé dónde buscarlas. Lo intenté hace algunos años, cuando leí Los grandes conflictos sociales y económicos de nuestra historia, del historiador Indalecio Liévano Aguirre. De esa lectura me quedó una duda sobre Bolívar, a pesar del trato benevolente que el autor le da a su figura: la forma en que traicionó a Antonio Nariño (ese sí nuestro Gran Colombiano). Muchos años después, me asaltó una nueva sospecha sobre el Libertador, cuando descubrí que tanto los liberales como los conservadores (y las guerrillas y Chávez), se peleaban por ser los auténticos herederos del pensamiento Bolivariano. ¿Cómo podría ser tan grande un hombre que generara este tipo de disputa entre las dos más grandes bandas de atracadores de nuestra república?
                Entonces sí, se puede decir que todo este tiempo, aun sin saberlo, había estado buscando la caída de Bolívar. O, podría decir, que había estado esperando La carroza de Bolívar, la novela escrita por Evelio Rosero precisamente con el propósito de desmitificar a nuestro prócer más idolatrado. Rosero es uno de los autores colombianos contemporáneos de lectura obligatoria para entender este país. Además, es uno de esos que ya poco se ven: honesto, creador de un lenguaje propio, comprometido exclusivamente con la Literatura, así, en mayúsculas, de bajo perfil, reacio a dar entrevistas y sin columna en los grandes medios, ni cuenta en twitter ni perfil de Facebook. Su novela Los ejércitos es, quizás, el mejor libro colombiano de ficción en lo que va de este siglo. Así que la combinación Rosero Bolívar o, mejor dicho, Rosero vs Bolívar, se presentaba irresistible.
                Aunque, claro, la novela es mucho más que eso. Está el desenmascaramiento de Bolívar, por supuesto, muy bien contado en la segunda parte, cuando el autor, a través de dos de sus personajes, narra la farsa de la victoria en Bomboná y las atrocidades del Libertador en su paso por Pasto -basándose en el estudio publicado por el historiador José Rafael Sañudo en 1925, titulado Estudio de la vida de Bolívar-, así como dos anécdotas de su vida privada que, dice, son vox populi en la ciudad nariñense por los días en que transcurre la historia. Pero La carroza de Bolívar es también la historia de Justo Pastor Proceso, ginecólogo, hombre exitoso en su vida pública y profesional, pero cuya vida privada es un desastre: tiene dos hijas pequeñas que lo desprecian y una mujer, la voluptuosa Primavera Pinzón, con quien lleva una relación que podría describirse como un eterno coitus interruptus. Justo Pastor la desea más que nunca, la ama, o quiere amarla, o intenta amarla, pero no sabe si ese esfuerzo vale la pena a estas alturas del juego, situación que lo hace sentirse un hombre ridículo.
                En las otras dos partes de la novela, la primera y la tercera, lo veremos luchando y dejando de luchar por este amor, conoceremos a sus amigos, su vida sin sentido, sus logros nimios y descubriremos la pasión secreta que ha consumido la otra parte de su vida: desmitificar a Bolívar. Para ello, Justo Pastor ha estado escribiendo un libro que nunca ha podido terminar, tratando de “traducir” a un lenguaje digerible la obra publicada por el historiador Sañudo. Corre el fin de año de 1966 y, por un azar, el protagonista descubrirá que, en lugar de terminar su libro imposible, logrará su propósito construyendo una carroza para el Carnaval de Blancos y Negros, en la cual se evidenciarán las atrocidades cometidas por el “mal llamado libertador” en contra del pueblo pastuso.
                La carroza de Bolívar es una comedia trágica, una denuncia y al mismo tiempo una resignación. Es un libro que hace reír y que da rabia.  Es una postal  física y moral de Pasto en la que, si uno se asoma, puede contemplar también a toda Colombia, su exuberancia y sus contradicciones y miserias. El libro es una crónica de ese exceso que es todo carnaval, y en este punto es admirable cómo Rosero usa esta celebración, su preparación, desarrollo y desenlace, para estructurar la novela y sus ritmos. El lenguaje de Rosero -y su ritmo-, entre decimonónico y moderno, a veces barroco y a veces concreto, siempre original, va mutando al tiempo que lo va haciendo el ambiente de la ciudad, como si fuera el registro de las palpitaciones del pueblo en su camino hacia el caos final, hacia la desinhibición colectiva que tiene como resultado ese estado jovial y violento, absurdo e infantil, alcohólico y sexual, que se aprecia en las tradicionales fiestas de cualquier pueblo colombiano.

                Si este fuera un país serio, uno que cuestionara su pasado y revisara críticamente su historia, es probable que La carroza de Bolívar nunca hubiera tenido que ser escrita, o lo hubiera sido hace muchos años. Pero como no es así, el libro de Evelio Rosero se presenta como una obra fundamental para entender de dónde vienen algunos de nuestros peores males de la actualidad, al tiempo que se disfruta de una excelente novela que corretea por entre la mente de un personaje complejo y difícil de olvidar.

lunes, 21 de noviembre de 2016

Tan fuerte, tan cerca: David Foster Wallace se encuentra con Kurt Vonnegut

Título del libro: Tan fuerte, tan cerca
Autor: Jonathan Safran Foer
Editorial: Lumen
Características especiales: tapa dura, fotos en blanco y negro y algunas páginas a color.
Páginas: 456
Precio: $20.000 (USD 6,32)
Lugar de la compra: Librería Acuario, calle 18#6-40



De Jonathan Safran Foer sabía dos cosas antes de leer este libro: una, que algunos lo consideran el más joven de los herederos de mi ídolo literario, David Foster Wallace. La otra, que había escrito Comer animales, un libro de no ficción destinado a convencer al gran público de no consumir carne industrializada (que leí y compré por los mismos 20 mil pesitos y que no me convenció de unirme al ejército de los veganos). Así que cuando vi Tan fuerte, tan cerca (su segunda novela, escrita en 2005) compartiendo espacio con otros libros en la sección de 20 mil pesos de la librería Acuario, a la que voy cada cierto tiempo en busca de alguna ganga, no dudé en comprarlo. Y cuando terminé de leerlo, solo tres días después, no dudé en empezar este blog, que tenía en mente desde hace tanto tiempo: un espacio para reseñar pequeñas joyas literarias escondidas en las librerías de descuentos.

Si tuviera que definir este libro con una sola palabra, diría que es, ante todo, conmovedor. Pero sería una respuesta rápida. La verdad es que el libro es eso y mucho más. También es, por ejemplo, una novela muy bien estructurada y una suma de buenas decisiones del autor para contar de una manera original un hecho que vieron en vivo y en directo miles de millones de personas. Dice la contraportada que se trata de "la primera recreación literaria del atentado a las torres gemelas", lo cual es una mierda que se diga en la contraportada, pues imagino que la emoción de descubrir este hecho por uno mismo se habría sumado a las muchas otras que ofrece este libro al leerlo. (1) (2)

El narrador principal es Oskar Schell, un niño de 9 años. Esto, le dicen a uno cuando le enseñan a escribir, es un peligro que debe ser evitado a toda costa, a menos que sea absolutamente necesario. Porque se supone que los niños no tienen un léxico suficiente para cargar con el peso de una novela y uno no los puede poner a hablar como adultos. Pero Oskar Schell habla como adulto y sabe cosas que millones de adultos ignoran y se hace preguntas filosóficas que otros millones de adultos no se hacen. Oskar (hablando por Safran) se excusa a veces de estos deslices alegando que fue algo que leyó. Porque se trata, además, de un niño al que le encanta leer (su libro preferido es La historia del tiempo, de Stephen Hawking) y también escribir, en especial cartas. Así que cuando se comporta como adulto es verosímil. Pero cuando actúa como niño es absolutamente conmovedor. Tal vez porque se trata de un niño que acaba de perder a su padre y quiere saber cómo fue su muerte. Otro tema delicado, que en manos de cualquier escritor podría fácilmente caer en el sentimentalismo, pero que Safran logra sacar adelante con maestría a lo largo de toda la novela.

Este narrador, profundo y a la vez ignorante de cómo funciona el mundo, recuerda al de las novelas de Kurt Vonnegut, pero siendo un niño está despojado de esa extraña impasibilidad de los narradores del autor de Matadero 5, novela de la cual Safran recupera ciertos temas, símbolos y herramientas literarias, en un homenaje no muy velado.

He dicho que Oskar es aficionado a escribir cartas. Bueno, es que las cartas también juegan un papel importante en esta historia. Safran hace uso de esta herramienta para que nos enteremos de las cosas que Oskar no puede saber, en especial de la historia de amor de sus abuelos, llena de vacíos, silencios, secretos y dificultades, y cruzada, como todo en esta novela, por la guerra y la muerte. Así que sí, se trata también, en gran medida, de una novela epistolar. En pleno siglo XXI. Cosas de esa actitud de lograr un posmodernismo literario digerible, y que tal vez sea la herencia Wallaciana que le ven los críticos, a la que se suman fotos insertadas en diferentes partes del libro, páginas en blanco, páginas con una sola frase, páginas imposibles de leer, páginas con códigos encriptados y tres páginas con las pruebas a color de una tienda de esferos que además sirven como detonante de la historia.

De esta manera, Safran ofrece una polifonía que es a la vez descarnada, desencantada, desconcertante y esperanzadora, que nos lleva a través de pequeños misterios del pasado y del presente que se suman al principal, con giros que nos sorprenden a cada tanto, como en una buena novela negra, y cuya resolución no es satisfactoria, como corresponde a la buena literatura, dándonos una dimensión de un hecho trágico, en este caso los atentados del 11 de septiembre, con la fuerza que solo puede lograrse a través de la ficción.


(1). Aprovecho para pedir perdón por haber hecho lo mismo que la editorial. Pero tenía que decirlo.
(2). Por eso es que nunca se deben leer las contraportadas.

P.S.: Leyendo en internet sobre este libro, encontré que hicieron la película en 2011. Está protagonizada por el insufrible Tom Hanks, tiene una calificación de 6.9 en imbd y prometo no verla nunca.